sábado, 12 de diciembre de 2015

En la Misión Dolores, en San Francisco

            Domingo en la ciudad de San Francisco. Voy a la  misa en la Misión Dolores, capilla debe su nombre a una antigua y pequeña corriente de agua llamada Arroyo de Nuestra Señora de los Dolores.  Y es el edificio más antiguo que se conserva en pie, pues su estructura se terminó en 1791.
            La capilla fue hecha en madera, barro y cuero. La misión, en honor de San Francisco de Asís, fue dentro de California el complemento de las grandes esperanzas del fundador de las misiones, el Padre Junípero Serra.  Con cariño, allí entrecierro los ojos un instante y recuerdo a Fray Emilio de Minas.
            La Misión Dolores es pequeña, el altar austero y las blancas paredes reproducen coloridas escenas, entre otras,  las del bautismo de los indios. Aquí estuvo el Papa Juan Pablo II, cuando visitó San Francisco.
            Al finalizar la misa se sirvió café y refrescos a todos, para conmemorar un nuevo año de la fundación de la Misión San Francisco de Asís. En los arbolados patios, calmos, con caminitos sinuosos, se desplazaba la gente con su pocillo o su vaso. Y aquí, en este lugar, me doy cuenta de pronto que se filmó una escena de “Vértigo”, la famosa película de Alfred Hitchcock, donde James Stewart observaba a la distancia a Kim Novak. Por cierto, no esperaba encontrarme con esta sorpresa. Yo camino con los ojos abiertos.
            Luego me integro de nuevo a la ciudad de San Francisco, ciudad que tiene entre las colinas incontables caras. El suyo es un mundo interminable.                                                 
            Arracimados, los turistas se trepan al tranvía para hacer sus clásicos paseos y los chicos van colgados con medio cuerpo hacia fuera tomados del pasamanos. Y los autos descienden por Lombart Stret, la más sinuosa calle del mundo, entre los jardines, cuesta abajo, y todo el mundo los filma. Y los edificios modernos irrumpen, de súbito, en una escenografía de sobria elegancia, como un golpe de color.
            Nada es previsible en San Francisco, ciudad donde una mirada jamás se repite, y donde el sol cae absoluto en sus calles sorprendentes.
            Al anochecer me gusta ir a Sausalito. Allí, cerca del mar, en las terrazas que parecen entrar en las aguas sobre las playas de piedra, se ven distantes las luces de la ciudad de San Francisco. Cerca pasan yates como en sueños. El aire es tibio, y los platos habituales suelen ser langosta y vino. 
            La noche se despliega vastísima y estrellada por encima del hermoso puente, y poblada de estrellas.